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No es el hecho ineluctable y definitivo de la muerte sino la certidumbre de la muerte como destino final propio y de todos nuestros semejantes lo que nos convierte en humanos por encima de la razón o el lenguaje. Frente a la soledad, la culpa, la enfermedad, la vejez y la muerte fracasan muchas de las conquistas técnicas y las reflexiones filosóficas de las que nos sentimos tan orgullosos los ciudadanos del siglo XXI. La muerte constituye, en cualquier momento, el desenlace inevitable de nuestras vidas; por muchos riesgos que podamos evitar la vida está perdida de antemano. La genérica muerte que nos hermana y nos nivela nos permite descubrir que somos seres humanos únicos e irrepetibles. La muerte, en nuestro medio cultural, aparece como un tabú, negada o confinada entre las paredes del hospital o del cementerio. La muerte día a día se abre paso y está con sus exigencias de imprevisibilidad, irreversibilidad, inevitabilidad y universalidad, recordándonos de manera evidente nuestra condición de seres contingentes y vulnerables: carpe diem.