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En sus versos Isabel Marina levanta acta de su día a día, de sus viajes (La Habana, Madrid con sus padres, Venecia, Luarca), de sus lecturas, de sus experiencias, de las más sencillas (unas hojas que el viento arrastra) a las más refinadas (un piano Steinway), pero también acostumbra a echar la vista atrás para volver a la vida a los que ya no están o para intentar comprender su pasado, combinando elegía y autoprospección. La foto de sus padres recuerda «la clave que me descifra», la «sangre que me habla». También ella habitará en una fotografía «o en los recuerdos,/ inestables,/ de un viejo». Esa perspectiva elegíaca se proyecta también hacia el futuro, en una aceptación resignada y estoica de lo inevitable: «sepa yo aceptar mi destino/ con dignidad, con mesura, sin lamentos». El tiempo vivido y el tiempo por vivir se empañan en la conciencia, adquieren contornos de ensueño: la evanescencia del sueño diluye los contornos de los recuerdos.